El central en 1950, tomada de internet

Hacía exactamente 12 años y seis días que Chencho Sandoval, descendiente de africanos, no lloraba. En aquella ocasión había perdido a su compañera de más de 50 años; ahora, ante sus  lagrimones, se le venía encima el desarme  de un coloso que había sido su hijo, su padre, su vida. Ante su vidriosa pupila una brigada, a golpes de martillo y masa, desmantelaba el central Orozco, raíz y gloria de otro titán del azúcar, José Manuel Casanova. Curiosamente era también la primera vez que se negaba a cumplir una tarea de su jefe. Allí, en un banco, a unos  50 pasos de la quejumbrosa torre, roía ideas inconexas que no digería. Recordaba las palabras de Lupe Esquijerosa, el jefe de lote cuando les decía que lo tomaran por el lado positivo, que ahora vendría una bonanza de viandas y vegetales, que tendrían el orgullo de convertirse en vegetarianos teniendo en cuenta lo jíbara que estaban las carnes rojas y el pollo canadiense. Chencho, acostumbrado ya a los teques casi no le había puesto asunto. Fue entonces que mordió el cabo de tabaco con  tanta fruición que casi le quema el bembo. Estos días   habían sido infortunados, porque como dijera el connotado pentecostés Timoteo: “Las desgracias vienen juntitas”. El caso es que de los seis huevos que te tocaban al mes, solamente dieron cuatro per cápita como si hasta   las gallinas estuvieran en huelga. El picadillo de soya por su parte andaba fugitivo y la yinguita de aceite, más que frituras, daba lástima.

Chencho sabía que había que crecerse y seguir las consignas que se encontraba a cada paso; entre otras: “Hacer más con menos” y la que hizo célebre a Cachita Alum: “Písalo y arranca”.

Instantánea tomada en 1986, cortesía del museo de Bahía Honda

Cada golpe de mandarria lo sentía en las sienes y poco a poco la enorme estructura fue convirtiéndose en un esqueleto. Chencho no podía entender que tanta historia acumulada fuera a parar a un barco como chatarra o a un horno de carbón, pero ese era un nuevo reto y no se apuró en sorber las últimas bocanadas de humo teniendo en cuenta que le tocaban solamente dos tabacos por la cuota  y había que ahorrar… Se levantó como pudo y dio las espaldas estoicamente a aquella realidad. Algunas tiñosas planeaban peligrosamente a baja altura, erizadas, porque a falta de carne de ave, se habían convertido en OVBI (Objetos Volantes Bien Identificados)  con olor a cazuela. Un gato barcino echó a correr y puso en guardia a la gatería del batey ante los nuevos acontecimientos  como si presagiaran la resurrección de los 90  cuando el famoso planchador José María el tintorero puso  de moda una  novedosa  prenda culinaria: felino asado.

Chencho cruzó  ahora con más facilidad el batey sobre  las polvorientas huellas dejadas por la ausencia de las traviesas  de madera que servían bajo los rieles para la risa loca de las locomotoras y sus diabólicos pitazos.  A lo lejos un gran camión venía por los peldaños de madera preciosa con la jaiba abierta.

Como buen descendiente de los cultos africanos no paró hasta llegar a la enorme ceiba de Cuatro Vientos, se echó al pie de las raíces  y con el sopor del mediodía, bendición del grajo, invocó a los dioses que una vez despidieron a sus ancestros en la lejana África.  No sabía que a prudencial  distancia, tonto y asustado, lo estaba cacheando el enigmático Piango, mensajero de las huestes del Carenero. Oró, elevó sus plegarias a Obatalá y de lo más profundo de aquellas raíces sintió brotar una expresión que le erizó hasta las más sensibles cuerdas  que se broquelan al final del espinazo, KUABARABECA, que en la jerga chichiricú es una inobjetable sentencia: ¡Rejódete!

Bahía Honda, 2003

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