Hacía exactamente 12 años y seis días que Chencho Sandoval, descendiente de africanos, no lloraba. En aquella ocasión había perdido a su compañera de más de 50 años; ahora, ante sus lagrimones, se le venía encima el desarme de un coloso que había sido su hijo, su padre, su vida. Ante su vidriosa pupila una brigada, a golpes de martillo y masa, desmantelaba el central Orozco, raíz y gloria de otro titán del azúcar, José Manuel Casanova. Curiosamente era también la primera vez que se negaba a cumplir una tarea de su jefe. Allí, en un banco, a unos 50 pasos de la quejumbrosa torre, roía ideas inconexas que no digería. Recordaba las palabras de Lupe Esquijerosa, el jefe de lote cuando les decía que lo tomaran por el lado positivo, que ahora vendría una bonanza de viandas y vegetales, que tendrían el orgullo de convertirse en vegetarianos teniendo en cuenta lo jíbara que estaban las carnes rojas y el pollo canadiense. Chencho, acostumbrado ya a los teques casi no le había puesto asunto. Fue entonces que mordió el cabo de tabaco con tanta fruición que casi le quema el bembo. Estos días habían sido infortunados, porque como dijera el connotado pentecostés Timoteo: “Las desgracias vienen juntitas”. El caso es que de los seis huevos que te tocaban al mes, solamente dieron cuatro per cápita como si hasta las gallinas estuvieran en huelga. El picadillo de soya por su parte andaba fugitivo y la yinguita de aceite, más que frituras, daba lástima.
Chencho sabía que había que crecerse y seguir las consignas que se encontraba a cada paso; entre otras: “Hacer más con menos” y la que hizo célebre a Cachita Alum: “Písalo y arranca”.
Cada golpe de mandarria lo sentía en las sienes y poco a poco la enorme estructura fue convirtiéndose en un esqueleto. Chencho no podía entender que tanta historia acumulada fuera a parar a un barco como chatarra o a un horno de carbón, pero ese era un nuevo reto y no se apuró en sorber las últimas bocanadas de humo teniendo en cuenta que le tocaban solamente dos tabacos por la cuota y había que ahorrar… Se levantó como pudo y dio las espaldas estoicamente a aquella realidad. Algunas tiñosas planeaban peligrosamente a baja altura, erizadas, porque a falta de carne de ave, se habían convertido en OVBI (Objetos Volantes Bien Identificados) con olor a cazuela. Un gato barcino echó a correr y puso en guardia a la gatería del batey ante los nuevos acontecimientos como si presagiaran la resurrección de los 90 cuando el famoso planchador José María el tintorero puso de moda una novedosa prenda culinaria: felino asado.
Chencho cruzó ahora con más facilidad el batey sobre las polvorientas huellas dejadas por la ausencia de las traviesas de madera que servían bajo los rieles para la risa loca de las locomotoras y sus diabólicos pitazos. A lo lejos un gran camión venía por los peldaños de madera preciosa con la jaiba abierta.
Como buen descendiente de los cultos africanos no paró hasta llegar a la enorme ceiba de Cuatro Vientos, se echó al pie de las raíces y con el sopor del mediodía, bendición del grajo, invocó a los dioses que una vez despidieron a sus ancestros en la lejana África. No sabía que a prudencial distancia, tonto y asustado, lo estaba cacheando el enigmático Piango, mensajero de las huestes del Carenero. Oró, elevó sus plegarias a Obatalá y de lo más profundo de aquellas raíces sintió brotar una expresión que le erizó hasta las más sensibles cuerdas que se broquelan al final del espinazo, KUABARABECA, que en la jerga chichiricú es una inobjetable sentencia: ¡Rejódete!
Bahía Honda, 2003
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