Narrando el cuento con Carlos Piñeiro, espacio El Patio Encantado, Uneac Pinar del Río.

CASI EN LAS VÍSPERAS DE LA BATALLA EN CACARAJÍCARA, a ocho millas de la capitanía de Bahía Honda, jinete de su inseparable caballo Papalote, Pico Tomás ha corrido el riesgo de desafiar los peligrosos senderos bajo control de las tropas españolas para visi­tar en Las Pozas a una moza que además es la hija del juez pedáneo de ese Partido de Campo con Curato donde apenas residían unas cien personas.

Más tensa no podía ser la situación, por un lado las tropas del general espa­ñol Suárez Inclán buscando acomodo en las trincheras con el más dotado ejército de la época y del otro las aguerridas huestes de Maceo que traían a su regreso desde Mantua el sabor saladito y victorioso de la cola del caimán con ímpetus arrolladores, aunque con la dura espina que le atragantaron los defensores de La Palma. Se protagonizaba la llamada guerra de montañas.

En la retaguardia, después que los realistas destruyeron las rancherías de Cacarajícara y se aprestaban a la penden­cia final contra el Titán, Pico Tomás había sido designado como enlace de los mambises y se movía casi clandestino por toda la comarca contra dos enemigos potenciales: los soldados españoles de un lado y del otro los sanguinarios guerrilleros, sabuesos de la Corona.

Volviendo a nuestro héroe y su entrada en Las Pozas, bastaba un simple relincho para que bestia y jinete fueran reconocidos en ese lugar que ahora visi­taban. Así, subrepticiamente, después del caluroso recibimiento que les hicieron, se dispuso la cena cuando ya los gallos más belicosos anunciaban la caída del sol, aromando la animada charla en aquella mesa guajira. Arminda, la novia, y su mamá, habían servido una fuente de tasajo legítimo de las reses de la finca Pinalillo, un sucu­lento congrí estilo cundingo, una buena za­randa de boniatos de las tierras grises de Arroyo de Piedras, ensalada de berro y toda una suerte de bizcochos que eran la especialidad de doña Nina.

Esa noche la recordaría por siem­pre y la rememoraría en más de una ocasión durante las romerías de su larga vida.

La visita se interrumpió casi abruptamente cuando un confidente trajo el aviso de que una partida enemiga bajaba por el camino Real rumbo a la herrería: se puso el sombrero mambí de corte achatado, se ajustó el cinturón con el in­separable paraguayo de empuñadura de plata y cabeza de águila, apuró de un trago lo que le quedaba de la canchánchara y acudió ágil en busca de su compañero de batallas que ya se inquietaba debajo del alero.

El galope hacia la Sie­rra Azul no sería menos intenso que el corazón de la amada, hermosa Dulcinea que ahora despedía a su hidalgo con dos lagrimones.

— ¡Volveré!, —fue lo único que dijo el paladín mientras azuzaba cariñosamente a su corcel, el verdadero conquistador de la noche y las distancias.

Cuarenta y ocho horas después las campanas de la iglesia se querían rajar por los repetidos toques y se dice que hasta el mismo San Basilio, el Magno, se estreme­ció en el altar; era la batalla de Cacarajícara, “qué cáscara de jícara”, según expresara el Titán.

Jamás peleó tanto ni tan bien, y nunca experimentó tanta alegría cuando a sus espaldas sintió la caballería mambisa del general Ducasse que venía con ciento cincuenta hombres a salvarles la honrilla y sacarlos de aquel infierno. El resto fue persecución, malas palabras, metralla y humo mientras que Suárez Inclán enca­bezaba la estampida.

Largas horas transcurrieron para que se disipara el olor a pólvora a los pies del Guajaibón.

Vivaqueando ahora en tierra mambisa no más pasadas unas horas de descanso, Pico Tomás reordenaba sus arreos y la cabalgadura para volver grupas a Las Pozas y saber del amor de su vida.

— No se lo aconsejo, Sargento, pero tampoco le niego el permiso —le dijo el teniente Crespo, su jefe inmediato.

En una hora apenas cubrió la distan­cia y el escenario que se mostró a su vera fue anonadante. Los patricios de Las Po­zas le habían prendido fuego al poblado para sumarse a la guerra. En andas hacia el Guajaibón, por la salida al oeste, se lleva­ron al ángel custodio, el santo patrón San Basilio que, bajo un pertinaz tiroteo, salvó milagrosamente la cáscara porque el muy noble era de madera.

Buscó entre las cenizas lo que quedaba de la casita y a sus moradores, doña Nina y el  viejo Reyna salieron a su  encuentro sumidos en la consternación.

— ¿Y Arminda?

— Se la llevaron los españoles —dijo dolorosamente el anciano.

Sin desmontarse de la cabalgadura nuestro héroe lentamente se quitó el sombrero, desde la lividez a la furia le chispearon los ojos y de un manotazo lo estrujó entre sus manos. Las ruinas humeantes, la evacuación calamitosa de los paisanos y no menos desafiante, la novia como rehén de Suárez Inclán, transfiguraron su rostro.

Supo además de avisos, ofensas y en carteles regados por el caserío, un reto:

La reacción no se hizo esperar:

—Tranquilo, viejo, yo me ocupo.

…Y picó espuelas sin medir  riesgos ni peligros rumbo al fortín español.

El 2 de mayo de 1896, pues mu­chos todavía recuerdan la fecha, se abrie­ron las dos enormes puertas del cuartel  para darle paso al jinete solitario. Si circunspecto estaba su rostro y bien fruncido el ceño, la hi­dalguía habitaba en el corcel que ahora fijaba sus cascos en terreno hostil.

La gigantesca fortaleza estaba situada en una explanada de casi cuatrocientos pies cuadrados, barracones laterales y una ca­balleriza donde muy pronto algunas yegüitas de origen manchú denotaban intranquilidad al olfatear el varón caballuno que desprendía su típico olor a matrería. La alta cerca de tocones bien dispuestos, afilados y en un haz, se alzaba a unos tres metros, altura que solamente con la pericia de un saltador muy hábil y con el aire a su favor podría salvarse.

Cuando estuvo en el centro del área y a sus espaldas crujieron los porto­nes, afirmó con rabia:

—General, aquí estoy, vengo por ella.

No tardó Suárez Inclán su respuesta mientras sostenía por una mano a la mu­chacha.

—Solo con tu vida a cambio  —gritó el general.

Fue entonces que, zafándose violenta­mente, la joven corrió hacia su novio que ni corto ni perezoso la levantó en vilo para colocarla a sus espaldas con la agilidad de un mohicano mientras que ella gritaba:

— ¡Ni él ni yo, moriremos juntos!

Fue así que empezaron a desencadenarse los hechos.

Como león enjaulado, blandió el paraguayo y se dispuso a la descomunal trifulca, pero con dos factores a su favor: primero que sería él quien haría el cuento. Y segundo, el escritor que ahora lo inmortaliza, es su amigo. Así las cosas, ante el incesante golpeteo de los inquietos cascos de un lugar a otro, listo para entrar en pendencia, una voz trepaba por los barracones como una sentencia:

— ¡Ni pólvora ni balas, háganlo picadillo!

Era el jefe de la caballería que ahora se ponía al frente de unos cincuenta hombres sable en mano y por todos los flancos clamando por el pellejo del aguerrido mambí.

En fracciones de segundos vinieron a su mente las lecturas de Las Cruzadas, las maromas del Quijote contra el Caballero de la Blanca Luna… y comenzó a girar de un lado a otro con certeros tajos cada vez que lo embestían a caballo o a pie. Hacía gala de su criolla esgrima y aunque todo ocurría con suma rapidez pudo darse cuenta de que ya, ante el inútil empeño por medio del acero, cuatro soldados se disponían a fusilarlos sobre el alazán.

Consciente de que solo le quedaba una carta, la del caballo de sota o más bien Pegaso, avanzó con su cabalgadura hacia el extremo del cuartel y, mientras que arañaba el polvo con sus cascos y bufaba, el patriota le susurró algo muy confidencial en la oreja izquierda. El caso es que a la pri­mera descarga ya él, la joven y Papalote habían despegado violentamente fuera del colimador enemigo como bólidos en busca de un espacio que ahora se les interponía a una respetable altura.

Según ha contado Demetrio Almería, uno de los gachupines de la ca­balleriza, la bestia se volvió una cinta con sus crines peinadas por el viento, pero lo más escalofriante fue el grito de Pico Tomás cuando a una increíble velocidad, tal parecía que se estrellarían contra aquel valladar:

— ¡Vuela, PAPALOOOOOTEEE!

Ante las atónitas miradas de los espa­ñoles y el mismísimo general, el  cuadrúpedo voló como su nombre y al unísono se oyó la voz del vigía más cercano de la torre:

— ¡Ostias… se nos fueron!

Como es natural, después de estas cua­tro palabras que llenaron de soberbia e impotencia a los españoles, pero más acá en el tiempo, no nos queda más remedio que, en boca del propio paladín, pe­dirle que nos descifre aquel milagro.

—Sumamente sencillo —responde el legendario personaje— la fruta preferida de mi potro es el pitajoní… Caballo que no la come, jamás podrá dar un salto así.

Y se echa a reír plácidamente como solo lo hacen los dueños del tiempo.

VER MÁS

https://www.ecured.cu/Cuentos_a_caballo

https://www.claustrofobias.com/tienda/cuentos-a-caballo-enrique-perez-diaz/

Visitas: 0

Un comentario en “PAPALOTE, un cuento a caballo”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *